Hasta
los treinta años, viví en un estado de ansiedad casi continua,
salpicada con periodos de depresión suicida. Ahora lo siento como si
estuviera hablando de una vida pasada o de la vida de alguien diferente.
Una
noche, no mucho después de cumplir veintinueve años, me desperté de
madrugada con un sentimiento de absoluto terror. Había despertado con
ese sentimiento muchas veces antes, pero esta vez era más intenso que
nunca. El silencio de la noche, los contornos vagos de los muebles en la
habitación oscura, el ruido distante de un tren, todo parecía tan
ajeno, tan hostil y tan absolutamente sin sentido que creó en mí un
profundo aborrecimiento del mundo.
Lo más odioso de todo, sin embargo, era mi propia existencia.
¿Qué sentido tenía continuar viviendo con esta carga de desdicha?
¿Por qué seguir con esta lucha continua?
Podía sentir un profundo anhelo de aniquilación, de inexistencia, que
se estaba volviendo mucho más fuerte que el deseo instintivo de
continuar viviendo.
“No puedo seguir viviendo conmigo mismo”.
Este era el pensamiento que se repetía continuamente en mi mente.
Entonces súbitamente me hice consciente de cuán peculiar era este
pensamiento. “¿Soy uno o dos? Si no puedo vivir conmigo mismo, debe
haber dos: el ‘yo’ y el ‘mí mismo’ con el que ‘yo’ no puedo vivir”.
“Quizá”, pensé, “sólo uno de los dos es real”.
Esta extraña revelación
me aturdió tanto que mi mente se detuvo. Estaba completamente consciente, pero no había más pensamientos.
Después
me sentí arrastrado hacia lo que parecía un vórtice de energía. Al
principio era un movimiento lento y después se aceleró. Me sobrecogió un
intenso temor y mi cuerpo empezó a temblar. Oí las palabras “no te resistas a nada”
como si fueran pronunciadas dentro de mi pecho. Sentía como si me
arrastrara a un vacío. Sentía que el vacío estaba dentro de mí en lugar
de afuera. De repente, ya no sentí más miedo y me dejé caer en aquel vacío.
No
recuerdo lo que pasó después. Me despertó el canto de un pájaro en la
ventana.
Nunca había oído un sonido así antes. Mis ojos aún estaban
cerrados y vi la imagen de un diamante precioso. Sí, si un diamante
pudiera producir un sonido, sería así.
Abrí mis ojos.
La primera luz del
amanecer se filtraba por las cortinas.
Sin ningún pensamiento, sentía,
sabía que hay mucho más en la luz que aquello de lo que nos damos
cuenta.
Aquella suave luminosidad filtrándose a través de las cortinas
era el amor mismo. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me levanté y caminé
por la habitación. La reconocía y sin embargo sabía que antes no la
había visto verdaderamente.
Todo era fresco y prístino, como si acabara de nacer. Tomé cosas, un lápiz, una botella vacía, maravillándome ante la belleza y la vividez de todo.
Aquel día caminé por la ciudad en total asombro
por el milagro de la vida sobre la tierra, como si acabara de nacer a
este mundo. En los cinco meses siguientes viví en un profundo estado de paz y embelesamiento ininterrumpidos. Después esta condición disminuyó algo en intensidad o quizá me pareció porque se volvió mi estado natural.
Podía funcionar todavía en el mundo, aunque me daba cuenta de que nada
de lo que hiciera podría añadir algo a lo que ya tenía. Sabía, por
supuesto, que algo profundamente significativo me había ocurrido, pero no lo entendía en absoluto.
Solamente
varios años después, luego de haber leído textos espirituales y de
haber pasado tiempo con maestros, me di cuenta de que lo que todo el
mundo buscaba ya me había ocurrido a mí. Comprendí que la intensa
presión del sufrimiento aquella noche debió haber forzado a mi
consciencia a retirarse de su identificación con aquel ser infeliz y
profundamente temeroso, identificación que es en últimas una ficción de
la mente.
Esta retirada debió ser tan completa que este ser sufriente y
falso se derrumbó inmediatamente, como cuando se le quita el tapón a un
juguete inflable. Lo que quedó después fue mi verdadera naturaleza como el eterno presente que Yo soy: la consciencia en su estado puro, anterior a la identificación con la forma.
Más
tarde, aprendí también a entrar en ese reino interior, ajeno al tiempo y
a la muerte que había percibido originalmente como un vacío y a
permanecer completamente consciente. Viví en estados de arrobamiento y
santidad tan indescriptibles que incluso la experiencia original que
acabo de describir palidece en comparación. Llegó un momento en el que,
por un tiempo, no quedó nada de mí en el plano físico. No tenía
relaciones, ni empleo, ni hogar, ni identidad socialmente definida. Pasé
casi dos años sentado en los bancos de los parques en un estado de
intenso gozo. Pero incluso las experiencias más bellas vienen y se van.
Más fundamental, quizá, que cualquier experiencia, es la corriente subterránea de paz
que no me ha abandonado desde entonces.
A veces es muy fuerte, casi
palpable, y los demás la pueden sentir también. En otras ocasiones, está
en alguna parte en el fondo, como una melodía distante.
Después,
la gente venía ocasionalmente a mí y me decía: “Quiero lo que usted
tiene .
¿Puede dármelo o mostrarme cómo lograrlo?”
Y yo decía: “Usted ya
lo tiene. Sólo que no puede sentirlo porque su mente hace demasiado
ruido”.
Esta respuesta creció después hasta convertirse en el libro: “El poder del Ahora“. Sin darme cuenta, tenía una identidad externa de nuevo. Me había convertido en un maestro espiritual.