Esta es la historia del despertar de Jeff Foster contada por él mismo:
Todo
comenzó (y debo decir que no es mucho lo que ahora puedo recordar) una
fría y lluviosa tarde de otoño en Oxford mientras paseaba. El cielo
estaba oscureciendo y yo me arropaba en mi nuevo abrigo cuando,
súbitamente y sin advertencia previa, la búsqueda de algo más se esfumó y, con ella, toda separación y toda soledad.
Y con la muerte de la separación, yo era todo
lo que había. Yo era el cielo oscuro, el hombre de mediana edad que
paseaba con su perro perdiguero y la anciana menuda que caminaba
torpemente con sus botas de agua. Yo era los patos, los cisnes, los
gansos y el pájaro de aspecto divertido con cresta roja en la frente. Yo
era el encanto otoñal de los árboles y el barro que se me pegaba a los
zapatos; yo era todo mi cuerpo, los brazos, las piernas, el torso, el
rostro, las manos, los pies, el cuello, el pelo y los genitales. Yo era
las gotas de lluvia que caían sobre mi cabeza (aunque, hablando con
propiedad, no se trataba exactamente de “mi” cabeza, pero como desde
luego estaba ahí, considerarla “mi cabeza” era tan adecuado como
cualquier otra cosa). Yo era el chapoteo del agua en el suelo, el agua
que se acumulaba en los charcos y llenaba el estanque hasta el punto de
desbordarlo. Era los árboles empapados de agua, el abrigo empapado de
agua, el agua que todo lo empapaba. Yo era todo empapado de agua y hasta
el agua empapada de sí misma.
Entonces
fue cuando lo que, durante toda mi vida, me había parecido lo más
normal y corriente se convirtió súbitamente en algo tan extraordinario que
me pregunté si las cosas no habrían sido siempre tan vivas, claras e
intensas.
Quizás había sido mi búsqueda vital de lo espectacular y de lo
extraordinario la que me había llevado a desconectarme de lo
absolutamente ordinario y a perder también el contacto, en el mismo
movimiento, de lo absolutamente extraordinario.
Y lo absolutamente extraordinario de ese día era que todo estaba empapado de agua y yo no estaba separado de nada; es decir, yo no estaba.
Como dijo un viejo maestro zen al escuchar el sonido de la campana, No
hay yo ni campana, lo único que existe es el tañido, ese día no había
“yo” alguno experimentando esa claridad, sólo había claridad, sólo el
despliegue instante tras instante de lo absolutamente obvio.
Tampoco
había, en ese momento, forma alguna de saber todo eso, porque no había
pensamiento que nombrase nada como “experiencia”. Lo único que había era
lo que estaba ocurriendo, sin forma alguna de conocerlo. Las palabras
llegaron luego.
Y también había la sensación omnipresente de que todo estaba bien,
de que todo estaba impregnado de una sensación de paz y de ecuanimidad,
como si todo fuesen versiones diferentes de esa paz, aparte de la cual
nada existía. Yo era la paz, y también lo eran el pato que sobrevolaba
la escena y la anciana renqueante; la paz lo saturaba todo, todo estaba
lleno de esa paz, de esa gracia y de esa presencia incondicional y
libre, de ese amor desbordante que parecía ser la esencia del mundo, la
razón misma del mundo, el alfa y el omega de todo. A esa paz parecían
apuntar las palabras “Dios”, “Tao” y “Buda”. Esa era la experiencia a la
que, en última instancia, parecen apuntar todas las religiones.
Ésa
parecía la esencia misma de la fe, la muerte del yo, la muerte del
“pequeño yo”, con sus mezquinos deseos, quejas y planes, la muerte de
todo lo que aleja al individuo de Dios, la muerte incluso de la misma
idea de Dios (no en vano los budistas dicen: ¡Si ves al Buda, mátale!) y
la zambullida en la Nada que se revela como Dios más allá de Dios, la
Nada que constituye la esencia de todas las cosas, la Nada que da origen
a todas las formas, la Nada que es el mundo con todo su sufrimiento y
maravilla, la Nada que es la Plenitud total.
Pero
esa supuesta “experiencia religiosa” no es ningún tipo de experiencia,
porque en ella el “yo” que experimenta ha desaparecido. No, eso es algo
previo y que se encuentra más allá de toda experiencia. Es el fundamento
de toda experiencia, el sustrato mismo de la existencia que nadie
podría experimentar por más que el mundo durase mil millones de años
más.
Fue
un paseo otoñal y húmedo en un día muy normal y corriente.
Pero en esa
misma normalidad se reveló lo extraordinario, resplandeciendo tan
intensamente en la humedad, la oscuridad y el barro del suelo que el yo
se disolvió, desapareció y se convirtió en Ello.
Y aunque esta descripción suene como si hubiera ocurrido algo muy especial, ese día, bajo la lluvia, no pasó absolutamente nada. Sólo fue un paseo normal y corriente un día de lo más normal y de lo más corriente.
Atravesé
la gran puerta de hierro, crucé la calzada y me uní a otras personas
para esperar, bajo la marquesina de la parada, la llegada del autobús.
Nada
había cambiado, pero todo era diferente.
Había atisbado algo, algo muy
profundo y extraordinario que, a pesar de ello, era completamente normal
y corriente. No había nada sorprendente en el hecho de que lo más
ordinario se revelase como el significado único de la vida y de que
quien hasta entonces había creído ser se revelase como un mero relato.
No
había nada sorprendente en el hecho de que lo divino se revelase en lo
absolutamente obvio y de que Dios fuese uno con el mundo y estuviera
presente en todas y cada una de las cosas.
Subí
al autobús y, cuando la lluvia arreció contra sus sucios cristales,
sonreí. ¡Qué auténtico regalo estar vivo, ahora, en este instante, en
este cuerpo y en este lugar concretos, aunque todo sea un sueño, aunque
todo sea impermanente y aunque, por más que busquemos, no encontremos
sino vacuidad!